Su belleza era de una época pasada, peligrosa, con ese aire tan clavado a lo Patrick Swayze en "Road House", chulo, de barbilla firme y un rubio perenne colgando del labio. No era un chico de palabras, sino de gestos bruscos, andares desafiantes y una voz ronca empapada en whisky y porros.
Nuestra vida era una sucesión de bares de moteros con luces de neón y la música rock a todo volumen. El olor a cuero, humo de tabaco y billares era nuestro perfume. Pasábamos horas, días enteros, perdidos en la cama, donde el silencio entre las sábanas se rompía solo con jadeos y suspiros retenidos, orgasmos prolongados, risas. Un delicioso campo de batalla donde nuestros cuerpos hablaban el idioma que nuestras bocas callaban.
No terminamos con grandes dramas. Se fue apagando con la misma lentitud con la que se consume la ceniza de un cigarrillo olvidado. Una llamada menos, un encuentro pospuesto, una ausencia que se hizo permanente.
Un día, simplemente, dejó de estar ahí. Se esfumó, arrastrado por el viento de la carretera. Cayó en el olvido, una sombra tatuada en la memoria, el eco de un sueño intenso.
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