La tercera prueba de Yao (I)
Con la primera claridad de la mañana, un soldado entró en la alcoba despertándola bruscamente de su sueño, ya de por si muy ligero. Le acercó, envuelta en un paño de seda, una pequeña caja de marfil y se marchó sin mediar palabra ni esperar respuesta.
Yao la observó un momento intentando adivinar su contenido y con rapidez la abrió descubriendo una carta manuscrita en papel de arroz, en un antiguo alfabeto japonés. En ella Harimoto-Togawa le ordenaba que al caer la noche atravesara el jardín del palacio hasta llegar a la torre prohibida, una torre construida en espiral con mil escaleras y dos grandes salas y en la cúspide, una campana de ritual.
En su misiva, le explicaba el sentido de aquella construcción. Las dos salas significaban dos suplicios, cada uno distinto, y el proceso de subir sus peldaños era el de liberar el alma en la entrega.
Yao leyó atentamente las instrucciones de como llegar a su destino. Debía atravesar lentamente un largo y cuidado jardín zen para no romper la armonía de los dibujos escritos en la arena ni la sombra que la luna dejaba en las piedras dispuestas sabiamente.
Empezó a caminar, su largo kimono blanco se deslizaba entre la hierba húmeda casi sin rozarla. Observaba cada rincón, cada flor, cada movimiento de la brisa, embebiéndose en ella. La luna brillaba con una palidez nunca vista como sabiendo con silenciosa envidia que esa noche Yao le demostraría que ella podría sustituir su luz.
Maravillas sonrió....casi podía imaginarse al lado de Yao y poder tener la suerte de compartir su destino...
- Me gustaría estar con ella,...dijo....
- Bien, Maravillas, dijo él,...pero aun debes aprender mucho, cielo....
- Aprenderé, Señor.....dijo
Maravillas llegó delante de la torre junto a Yao, allí sabia que debía dejarla porque ésta iba a tomar su camino sola. De cerca descubrió que era una torre impresionante, de líneas sencillas pero soberbia, con una humilde puerta como única entrada. Puerta humilde, como humilde debía comportarse Yao.
Entró en una sala aparentemente vacía iluminada por un rayo de luna que entraba por un único ventanuco, proyectando la luz en el centro. Se fue hacia esa claridad y se despojó de sus ropas, cerrando los ojos, empezó a sentir como su cuerpo daba vueltas…
Notó algo húmedo en su espalda, algo diferente y no tardó en adivinar que era una especie de pincel realizado con ramas de Ginko que iba extendiendo por su cuerpo un aceite con olor a sándalo. Levantó sus brazos para que impregnase su cuerpo y abrió sus piernas para que penetrase en su sexo. El aroma iba derramándose adquiriendo hermosas tonalidades, de ese modo estuvo tiempo y tiempo hasta que ya no sintió mas la caricia del aceite.
De repente, un zarpazo de dolor intenso cruzó su espalda al que siguió otro. Solo pudo cerrar fuerte los labios para evitar gritar, era de nuevo la madera de Ginko pero esta vez larga y flexible recorriendo su espalda mas veloz si cabe por el engüento. Levantó la cabeza, apretó sus dientes y nuevos zarpazos cruzaron su piel, por su espalda, por sus piernas, por sus nalgas, por su vientre, por su pecho…Abrió los brazos deseando exponer todo su cuerpo mientras intentaba adivinar donde sería el siguiente.
Así siguió un largo rato, ella no quiso abrir los ojos pues sabía que no era merecedora de la visión de su Dueño, solo podía ofrecerse y esperar a que El se saciase. El aceite impedía que su cuerpo quedase marcado pero convertía el dolor de cada azote en algo mucho mas especial. Al cabo de un tiempo, el esfuerzo cobró las primeras gotas de sudor de Yao que cayeron cadenciosas de su frente deslizándose como perlas, perlas surgidas del dolor que quedaban a sus pies y que ella no quería ni pisar para ofrecérselas a El como muestra de amor y de sumisión. Los zarpazos siguieron hasta casi quebrar su alma.
El silbido de la madera cesó y alguien le acercó un objeto a su mano, ella lo tomó y suavemente lo palpó, era un violín japonés, un instrumento que solo las geishas mas experimentadas sabían tocar. Ella lo entendió, se sentó cruzando sus piernas en el suelo, desnuda, cubierta por el aceite, su sudor y sus lágrimas y empezó a tocar la melodía mas hermosa que nunca se había oído antes en ese lugar. Una canción interminable, preciosa, la canción de Tsan-Aisha...una niña que por amor a un ruiseñor se tiró de los acantilados y que cada vez que la luna se vuelve pálida como esa noche, ella canta a su amigo ruiseñor.
Ella sabía que El le escuchaba y tal vez se deleitaría con su música y con su imagen pero solo tal vez, auque solo por ello debía seguir cantando y tocando.
Al final, Yao se quedó dormida, fueron tan solo unos minutos, mas cuando despertó, vio que alguien la había tapado con su kimono. La luna ahora se reflejaba en una nueva puerta al lado de la cual, aun fresca, había una pintura. Era Yao, desnuda, con los brazos extendidos y elevándose unos milímetros del suelo. Yao supuso que El la había pintado con sus propias manos y fue feliz.
Eso le dio nuevas fuerzas para avanzar hacia el siguiente piso y esperar, sin temor alguno, el próximo suplicio.
Yao la observó un momento intentando adivinar su contenido y con rapidez la abrió descubriendo una carta manuscrita en papel de arroz, en un antiguo alfabeto japonés. En ella Harimoto-Togawa le ordenaba que al caer la noche atravesara el jardín del palacio hasta llegar a la torre prohibida, una torre construida en espiral con mil escaleras y dos grandes salas y en la cúspide, una campana de ritual.
En su misiva, le explicaba el sentido de aquella construcción. Las dos salas significaban dos suplicios, cada uno distinto, y el proceso de subir sus peldaños era el de liberar el alma en la entrega.
Yao leyó atentamente las instrucciones de como llegar a su destino. Debía atravesar lentamente un largo y cuidado jardín zen para no romper la armonía de los dibujos escritos en la arena ni la sombra que la luna dejaba en las piedras dispuestas sabiamente.
Empezó a caminar, su largo kimono blanco se deslizaba entre la hierba húmeda casi sin rozarla. Observaba cada rincón, cada flor, cada movimiento de la brisa, embebiéndose en ella. La luna brillaba con una palidez nunca vista como sabiendo con silenciosa envidia que esa noche Yao le demostraría que ella podría sustituir su luz.
Maravillas sonrió....casi podía imaginarse al lado de Yao y poder tener la suerte de compartir su destino...
- Me gustaría estar con ella,...dijo....
- Bien, Maravillas, dijo él,...pero aun debes aprender mucho, cielo....
- Aprenderé, Señor.....dijo
Maravillas llegó delante de la torre junto a Yao, allí sabia que debía dejarla porque ésta iba a tomar su camino sola. De cerca descubrió que era una torre impresionante, de líneas sencillas pero soberbia, con una humilde puerta como única entrada. Puerta humilde, como humilde debía comportarse Yao.
Entró en una sala aparentemente vacía iluminada por un rayo de luna que entraba por un único ventanuco, proyectando la luz en el centro. Se fue hacia esa claridad y se despojó de sus ropas, cerrando los ojos, empezó a sentir como su cuerpo daba vueltas…
Notó algo húmedo en su espalda, algo diferente y no tardó en adivinar que era una especie de pincel realizado con ramas de Ginko que iba extendiendo por su cuerpo un aceite con olor a sándalo. Levantó sus brazos para que impregnase su cuerpo y abrió sus piernas para que penetrase en su sexo. El aroma iba derramándose adquiriendo hermosas tonalidades, de ese modo estuvo tiempo y tiempo hasta que ya no sintió mas la caricia del aceite.
De repente, un zarpazo de dolor intenso cruzó su espalda al que siguió otro. Solo pudo cerrar fuerte los labios para evitar gritar, era de nuevo la madera de Ginko pero esta vez larga y flexible recorriendo su espalda mas veloz si cabe por el engüento. Levantó la cabeza, apretó sus dientes y nuevos zarpazos cruzaron su piel, por su espalda, por sus piernas, por sus nalgas, por su vientre, por su pecho…Abrió los brazos deseando exponer todo su cuerpo mientras intentaba adivinar donde sería el siguiente.
Así siguió un largo rato, ella no quiso abrir los ojos pues sabía que no era merecedora de la visión de su Dueño, solo podía ofrecerse y esperar a que El se saciase. El aceite impedía que su cuerpo quedase marcado pero convertía el dolor de cada azote en algo mucho mas especial. Al cabo de un tiempo, el esfuerzo cobró las primeras gotas de sudor de Yao que cayeron cadenciosas de su frente deslizándose como perlas, perlas surgidas del dolor que quedaban a sus pies y que ella no quería ni pisar para ofrecérselas a El como muestra de amor y de sumisión. Los zarpazos siguieron hasta casi quebrar su alma.
El silbido de la madera cesó y alguien le acercó un objeto a su mano, ella lo tomó y suavemente lo palpó, era un violín japonés, un instrumento que solo las geishas mas experimentadas sabían tocar. Ella lo entendió, se sentó cruzando sus piernas en el suelo, desnuda, cubierta por el aceite, su sudor y sus lágrimas y empezó a tocar la melodía mas hermosa que nunca se había oído antes en ese lugar. Una canción interminable, preciosa, la canción de Tsan-Aisha...una niña que por amor a un ruiseñor se tiró de los acantilados y que cada vez que la luna se vuelve pálida como esa noche, ella canta a su amigo ruiseñor.
Ella sabía que El le escuchaba y tal vez se deleitaría con su música y con su imagen pero solo tal vez, auque solo por ello debía seguir cantando y tocando.
Al final, Yao se quedó dormida, fueron tan solo unos minutos, mas cuando despertó, vio que alguien la había tapado con su kimono. La luna ahora se reflejaba en una nueva puerta al lado de la cual, aun fresca, había una pintura. Era Yao, desnuda, con los brazos extendidos y elevándose unos milímetros del suelo. Yao supuso que El la había pintado con sus propias manos y fue feliz.
Eso le dio nuevas fuerzas para avanzar hacia el siguiente piso y esperar, sin temor alguno, el próximo suplicio.

0 Miradas al Sur:
Publicar un comentario