El traqueteo.
Ese sonido que se adhiere a la piel,
una cadencia de dudas
mientras ascendemos lentos,
hacia el punto de no retorno.
Soy yo en la vida:
mirando hacia atrás con anhelo,
mirando hacia delante con pánico.
La cima es un aliento contenido,
que congela preguntas sin respuesta.
Y de repente, el vacío.
La entrega a la gravedad,
un acto de fe forzoso.
Cierro los ojos, me suelto,
floto en la ingravidez del miedo,
donde el aire se queda
suspendido en otro tiempo.
He aprendido a gritar,
a romperme y encontrar los pedazos,
nuevos, diferentes, pero míos.
Y en los giros,
el mundo se pone de cabeza.
Perspectivas invertidas,
un caos necesario que me enseña
la belleza de lo inesperado.
La flexibilidad del alma.
Al final un suspiro largo,
el corazón que galopa
fuera de ritmo.
He sobrevivido.
No controlo el viaje,
nunca lo hice.
Pero ahora, al menos,
levanto las manos en las caídas,
aceptando la velocidad,
aceptando vueltas inesperadas.
La calma siempre espera,
pero es en el vértigo
donde realmente
he aprendido a respirar.
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