Supongo que a todos nos pasa: ese sentimiento de que, de repente, el mundo se viene encima y el pecho se oprime. Ese instante en el que un pequeño detalle —un gesto, una mirada o un comentario sin importancia— es la gota que derrama el vaso. De pronto, todo lo que se ha estado conteniendo se desborda y sientes que no puedes respirar.
He estado ahí muchas veces. Ese punto donde las lágrimas brotan sin control, o donde la ira te hace temblar y te deja sin palabras. Es una sensación de caos total, como si mi mente y mi cuerpo estuvieran en guerra, y yo, en medio, sin saber cómo gestionarlo.
Para ser honesta, es en esos momentos cuando me siento increíblemente sola. Me convenzo de que nadie más entiende el desorden que llevo dentro, de que soy yo quien está fallando por no ser más fuerte. Percibo una vulnerabilidad extrema de estar expuesta... Es la impotencia de querer parar el tren, pero sin tener acceso a los frenos, solo ser una pasajera aterrorizada viendo cómo se avecina el choque.
Atravesar estas circunstancias puede ser muy desafiante, sobre todo por esa sensación de agotamiento mental y físico que significa enfrentarse a una avalancha emocional. Para mi, la única forma de cruzar por ese torbellino es dejar que me empape y esperar a que amaine. No hay un manual, solo la realidad de lidiar con sensaciones intensas y la esperanza de salir intacta, de alguna manera, al otro lado.
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