Preparo el fuego de la noche de San Juan y las estrellas salen a mirar cómo una de ellas envuelta en fuego está. La música llama a las hadas , duendes y demás a que bailen y canten en la noche de San Juan. Las brujas exaltadas están, y dan vueltas a la hoguera la noche de San Juan.
Conjuros y deseos, hierbas y aromas lanzados están, para que purificados sean en la noche de San Juan. Unas jovencitas saltan ilusionadas la hoguera en la noche de San Juan deseando encontrar el amor, más los fuegos fatuos divertidos están, dejando para más tarde el amor encontrar. La noche más corta hay que aprovechar mirando el fuego de San Juan y allí verás los sueños que vas a realizar, en torno a la hoguera de la noche de San Juan.
Historias y relatos te transportarán al mundo mágico de LA NOCHE DE SAN JUAN. El fuego convertido en duende en la noche de San Juan. El agua y el fuego sólo esta noche enamorados están, para hacer tus sueños realidad en la noche de San Juan.
Distancia...que palabra tan llena de desesperanza...
Hubo un tiempo en el que sus corazones palpitaban al unísono, época de amor llena de confidencias que pernoctaban en sus oídos y de risas que se posaban en el brillo de sus ojos. Hubo un tiempo de ansiedad donde la pasión los consumió sin respiros y donde las madrugadas se sonrojaban al compás de sus vertiginosos latidos. Hubo un tiempo para la paciencia, para el llanto y muchas lunas amaneciendo en soledad, añoranzas de cuerpos tibios, de besos sencillos, de mil razones para soñar. Hubo un tiempo donde creyeron que lo podrían lograr, combatir penas y espantos, vencer la lejanía y atrapar entre sus dedos a la nostalgia. Desearon inventar un lugar único donde poder encontrar a ese ser maravilloso que nadie ya le arrebataría. Hubo un tiempo de desencuentros, temores y pérdidas, de reproches y duelos, con el alma enterrada en suspiros y la garganta ahogada en llanto.
..... la vida sigue pasando y ellos, estancados como estatuas de sal, esperan......
Como todos los días, desperté en mi cama, pero sin saber dónde estaba Un ácido sabor en la boca me recordaba que hoy sería de resaca. Las sábanas revueltas que casi me estrangulaban y el paquete de tabaco empapado, daban cuenta de mi extraña velada. La luz entraba lenta entre las rendijas de la persiana. De un salto, me despegué de la morriña pues mi lengua de estropajo necesitaba con urgencia algún líquido y mi vejiga apretaba con una furia inusitada. Intenté correr pero mis piernas se enredaron con torpeza y como un árbol talado cai propinándome un memorable porrazo. Pensé divertida mientras me estampaba contra el suelo que efectivamente, sería un gran día.
Me acuerdo del profundo color a cielo despejado de los ojos de aquel Superman que cautivó mi adolescencia. Ignoro si certeras pinceladas de los primeros efectos especiales se plasmaron en ese magnífico plano frontal del héroe de cómic que saltaba a la pantalla, no importaba. Poder ver en acción al hombre de acero que cruzaba el cielo de la ciudad de Metrópolis, tuvo un significado mucho mas profundo que intentaré explicar.
Hacía poco que con mi madre y mis hermanos me había mudado de un pueblo isleño a una capital andaluza. El cambio fue notable. Las costumbres, los horarios y el invierno que de repente apareció llenando los armarios de abrigos y las camas de mantas, transformaron mi casi inexplorado mundo. En la rutina aislada que mantenía en la isla, me centraba en ir al colegio y volver a casa a estudiar, así era y no cabían motines, mi padre jamás los hubiera permitido. Los fines de semana se abría la veda después de almorzar ya que por las tardes no había sesión de estudio y podía ir a jugar. Los hermanos, juntos, solos, inventábamos en esas escasas horas mundos mas amables. No cabe duda que la imaginación y el ingenio se agudizan por necesidad.
En un ambiente tan carente de emociones, los libros supusieron ventanas abiertas, reflejos de historias que me permitían escapar de la tristeza. El cuarto de lectura siempre fue un secreto de hermandad que debía seguir manteniéndose como tal. Para ello, como mucho entrábamos dos y, pasado un tiempo, solidarios, dejábamos el turno para el resto. Era difícil no caer en la tentación de estirar los minutos pero también era consciente de no traspasar la raya. No había ingenuidad en mis actos.
Cuando volamos hacia esa nueva tierra acababa de cumplir catorce años. Tremenda época de vaivenes emocionales, de insatisfacciones personales y, es justo decirlo, de un pavo brutal que enmarcaba muchas de mis actitudes. Pero, si algo puedo recordar con nitidez absoluta e inmensa felicidad, fue que disfruté por primera vez de la libertad. Palabra en principio sencilla que flotaba en el aire, que se encontraba alejada, que revoloteaba sin mucho sentido y que, de repente, sin aviso, me regaló su magia. Y hubo libros sin escondites, música sin censura, hubo sesiones de películas en casa y cine, mucho cine.
Christopher Reeve enfundado en su traje azul inauguró mi vida cinematográfica. En una sala enorme, antigua y maravillosa ya derribada hace años y sustituida por varias salitas incómodas, despersonalizadas, en esa sala, digo, existía la llamada sesión continua, un invento magnífico que se fue al traste para pena de muchos. Una tarde llevé a mis dos hermanos pequeños, los tres flotábamos de satisfacción, cada cual por distintos motivos. La película, comparada con las actuales, tal vez no es la mejor en su género. A mi, seguro que influenciada por la nostalgia, no deja de parecerme tierna. El caso es que la vimos emocionados, en el más absoluto silencio, con los sentidos bien puestos en cada escena, vibrando con cada secuencia. Al finalizar y aún saliendo los famosos créditos brillantes en tres dimensiones, no se qué artes utilicé para convencerlos o quizá la emoción del momento no les dejó pensar serenamente, pero logré que nos quedásemos a verla de nuevo. Superman, incansable, seguía defendiendo a los ciudadanos de la villanía y yo, impaciente, esperaba el momento de ver por unos segundos sus ojos de un azul tan intenso que parecía irreal. La espera, como la primera vez, mereció la pena, al menos para mí. Aunque, al encenderse las luces, descubrí que el más pequeño, capitán de un barco pirata en sus ratos libres, se había quedado dormido y no creo que soñando con la mirada marítima de mi héroe, presumo que más bien con la ilusión de llevar esa capa roja algún día.
Cuando cerró la puerta, me quedé pensando que habría querido decir con esas palabras. La casa se inundó de silencio y el espeso vacío me dejó clavada en la entrada, perpleja durante unos minutos. Confundida, intentando analizar el eco reciente de ese último monólogo, me pregunté si sería realmente una amenaza o tan solo un mal augurio. Ni en mis peores pesadillas sospeché que sus desplantes desembocaran en la serie de acontecimientos que concluían en éste acto tan teatral como penoso. Francamente, no daba crédito, desconocía a esa persona de reacciones sobreactuadas. No era para tanto, que encontrase mi cama ocupada por otro, era cuestión de suerte, buena o mala.
Me rozas... tu aliento sobre mi piel tu boca que me reclama con hambre de tiempo. Despierta mi sangre esperando tu señal. Un dedo se desliza por la línea de mi espalda descubre la excitación que inunda mi cuerpo derramando humedad, golpeando placer... Pronuncias mi nombre y en ese instante, respira el silencio pudor olvidado gimiendo muy lento.
Despertó su conciencia de una bofetada y no reaccionó, no supo cómo encajarla. Se acumuló de golpe la ira en su cara vomitó veneno como sangre en palabras y escupió murmullos cuando ese llanto estéril de rabia convulsionó su cuerpo, arrastrándola. El la observó en silencio como si de un animal se tratara, duro el gesto, razón aniquilada. Y partió, lentamente, ajeno ya a aquello que quedaba indiferente,
Cuesta imaginar algo más libre que el tango, ni más mestizo. Nació en la periferia urbana, hijo del bandoneón alemán y de la melodía napolitana. Habló en español, en lombardo y en calé. Bailó con sinuosidad andaluza y fiebre africana. Fue despreciado por los intelectuales y condenado por el Vaticano. ¿Se les ocurre algo más libre y mestizo? Y, sin embargo, incluso el tango cayó en la esclerosis. Surgieron sumos sacerdotes, guardianes de la tradición, cánones inalterables. Hubo que echar mano de la locura, la misma locura fundacional, para renovar el invento. Eso hizo alguien hace 40 años, en 1969. Alguien que escuchó en su cabeza una frase sencilla: "Ya sé que estoy piantao".
A veces se confunde al piantao, o piantado, con el loco. Cuidado con eso. Julio Cortázar, en un pasaje de La vuelta al día en 80 mundos, subrayó la diferencia: "Para entender a un loco conviene ser psiquiatra, aunque nunca alcanza; para entender a un piantado basta con el sentido del humor".
La frase "Ya sé que estoy piantao" se le ocurrió a Horacio Ferrer de camino a casa de Astor Piazzolla. El maestro Piazzolla, medio neoyorquino, llevaba algún tiempo coqueteando con la heterodoxia. Su obra maestra, el tango instrumental Adiós, Nonino, ya había fruncido cejas y arrugado narices entre el sacerdocio tanguero. Horacio Ferrer le dijo su frase a Piazzolla y en una semana estaba hecha la revolución, con el título Balada para un loco: "Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao, no ves que va la luna rodando por Callao, que un corso de astronautas y niños, con un vals, me baila alrededor...". Y eso era, supuestamente, una letra tanguera. El tango, nacido de la frustración erótica de los inmigrantes solitarios, empapado de putas y machismo, topaba con un piantao que hablaba con dulzura, y a ritmo de vals, de niños y astronautas. El colmo de los colmos.Piazzolla y Ferrer presentaron poco después su obra, cantada por Amelia Baltar (la mujer de Piazzolla), en el Festival de Buenos Aires de la Canción y la Danza. El jurado, en el que figuraban personajes como Vinicius de Moraes (La chica de Ipanema) o Chabuca Granda (La flor de la canela), dio el mayor número de votos a Balada para un loco. Ante esa subversión del canon, la organización, entre un escándalo fenomenal, cambió las normas y otorgó el premio al segundo clasificado.
Fue un esfuerzo inútil, porque en unos días la canción estaba en disco, y en unos días más, cinco para ser exactos, se habían vendido 200.000 ejemplares. Poca cosa, teniendo en cuenta lo que ocurrió luego. En el Festival de Buenos Aires estaba Roberto Polaco Goyeneche, que había cantado en la orquesta de Aníbal Troilo y venía a ser, a esas alturas, como el patrón-oro del asunto: tango era lo que salía de Goyeneche, y punto. El Polaco, que poco antes había causado alarma con un disco en el que versioneaba clásicos como Volver con ciertos dejes de jazz, se puso del lado de la subversión: también él grabó Balada para un loco, y con ese gesto no sólo pudo declararse oficialmente renovado el tango, sino que se estableció un peculiar vínculo entre el tango y el naciente rock argentino de Nebbia, Spinetta y otros.Goyeneche cantó Balada para un loco hasta el final de su vida. Hasta su maravillosa versión a dúo con Adriana Varela, cuando tenía la voz de pura arena, el hígado hecho polvo y necesitaba aspirar oxígeno entre frase y frase. Hasta que cerró su carrera en un gran concierto de rock con gente como Moris, Baglietto y el propio Nebbia.Horacio Ferrer, en cuya cabeza sonó por primera vez "ya sé que estoy piantao", aún vive. Piazzolla falleció en 1992. El Polaco Goyeneche murió dos años después, en 1994.Por favor, escuchen otra vez Balada para un loco. Con esta simple canción, tan sencilla, "quereme así, piantao, piantao, piantao, trepate a esta ternura de locos que hay en mí, ponete esta peluca de alondras y volá...", el tango escapó del desengaño y la amargura. Y dio el salto definitivo hacia la libertad.
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