Se había pateado las calles de Buenos Aires en un ataque de turista relajada. Caía la tarde y sus pies estaban pidiendo a gritos un minuto de descanso además, Saramago protestaba impaciente por salir de la mochila donde estaba encerrado. Decidió tomarse un respiro conmovida por tanta súplica. Justo en esa esquina le esperaba un café de grandes vidrieras con mesas y sillas de madera, no había mucha gente. Agradecida se sentó y pidió un cortado, el mozo, solícito, le sonrió echando un vistazo fugaz a su mapa. Por fin sacó su libro de entre el desorden y se dispuso a leer un rato consciente de no estar concentrada pues su mirada se distraía irremediablemente con los rostros de los que pasaban con el sello de la prisa incrustado, qué vértigo de ciudad, pensó por un instante. No se había dado cuenta, ensimismada como estaba, que la mesa contigua a la suya la ocupó un señor mayor, bien plantado, que se entretenía leyendo un periódico de enormes hojas. Se propuso continuar con su lectura mas, de pronto, su vecino de mesa comenzó a toser. Observó como su semblante pasaba por la paleta de los rosas a los violáceos en un momento. Realmente se asustó. El mozo se acercó dándole un vaso de soda y el corrillo de curiosos lo ocultaron impidiéndole seguir su evolución. Al fin, pasados unos minutos de incertidumbre, paró de toser de golpe. Ella, terminado su café se levantó para pagar pero decidió antes acercarse y preguntarle al anciano si se encontraba bien, el, levantando la mirada por encima de sus gafas diminutas le contestó con suavidad y acento porteño: “Si, gracias señorita, se me atragantó un trozo de vida y tuve que escupirlo no mas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario